sábado, 26 de octubre de 2013

Sonrisa.





Enciendo velas en la madrugada,
voy deshojando flores en mi almohada,
mirando al techo me dejo llevar a otra realidad.

Y observo el sol que entra por mi ventana,
que me despeja y renueva mis ganas,
miro al espejo y me pregunto que me espera fuera.

Y siento todo tan brillante y tan magnético,
nada ni nadie puede hacer que me derrumbe hoy, 
qué tiemble el suelo que allá voy,
pisando fuerte y sin reloj.

Tengo una sonrisa para regalarte,
tengo mil cartas de amor, y tengo
todo el tiempo que perdí sin ver el sol.

Tengo mil historias que quiero
contarte escondidas en mi voz.

No quiero dejar nada por sentir,
ya sé quien soy.

Y salgo a pasear entre la gente,
y juego a imaginar de dónde vienen,
y me enamoro de cada rincón
dejando al corazón volar.

Y extiendo la ciudad mirando al frente,
esta mañana el mundo es diferente,
descubro tantas cosas que no vi por no quererme…

Y siento todo tan brillante y tan magnético,
nada ni nadie puede hacer que me derrumbe hoy 
qué tiemble el suelo que allá voy,
pisando fuerte y sin reloj

Tengo una sonrisa para regalarte,
tengo mil cartas de amor, y tengo
todo el tiempo que perdí sin ver el sol.

Tengo mil historias que quiero
contarte escondidas en mi voz.

No quiero dejar nada por sentir,
ya sé quien soy.

Y al fin se que amanece y me respiro la mañana,
deshacer las vendas que ocultaban mi mirada,
no quiero que la prisa me obligue a no ver nada,
por fin la lluvia me toca…

Tengo una sonrisa para regalarte,
tengo mil cartas de amor, y tengo
todo el tiempo que perdí sin ver el sol.

Tengo mil historias que quiero
contarte escondidas en mi voz.

No quiero dejar nada por sentir,
ya sé quien soy.


PORQUE LO MEJOR ESTÁ POR LLEGAR...

jueves, 3 de octubre de 2013

Aphrodyta.




Entre la periferia instruida de Sus muslos,
derramaré la desazón expuesta en mi piel de nácar.
Vertiendo mi deseo sobre Usted,
hasta ser holística con Su placer.
Uno solo.

Extenderé mi ansias por Sus entrañas
para que me folle enredada entre los restos
de este naufragio de huesos,
erguida y castigada contra la frialdad de la pared,
estremecida por Sus susurros en mi oído,
divulgando jadeos entumecidos en el borde de las sienes,
al tiempo que se corre entre mis piernas.

Cada noche me vaciaré de sexo,
esperándole detrás de la cara oculta de la luna,
ayunando lujuria y obscenidades,
preservándome para Usted.
Y seré su Aphrodyta de tiempos griegos,
su Venus romana en el Olimpo del pecado.

Penétreme con la literatura que posee Su miembro
e inclúyame en Su perversión de escándalo.
Descongele con el calor de Su boca este vicio sin amparo,
helado a base de desilusiones.  

Comprenda que, aún siendo Diosa, lo necesito
más allá del roce de las manos.
Empápeme de humanidad, de generosidad,
de ternura.
Vuélvame mujer de carne y hueso.

Y yo me haré piel para Sus manos,
labios para Su boca,
oídos para Su palabra,
verbo para Su lengua,
y poesía para Su pluma.   

viernes, 28 de junio de 2013

Tenebrismo.


Vidas absurdas.


Hoy me he rasgado las vestiduras imitando a los viejos poetas, a los bardos y a los juglares de tiempos Medievos, y me he envuelto en ese traje gris cosido por la hiel. Ya nada es igual en mí a como era antes. Ya nada es igual en ti a como yo lo veía. El único problema de nuestra hipótesis, fue la falta de argumentos empíricos de quien escribe el retorcido guión de esto a lo que algunos llaman vida.

Sanguinaria con la promesa de esperarte eternamente, he estrangulado las horas bajo una Relatividad que aborrezco desde el día que te conocí. Einstein no pensó en los que nos quedábamos, ni en las fuerzas gravitatorias que incomprensiblemente me impulsaban hacia ti, justo hasta la arista de esa weltlinie donde muere la luz y los sueños se funden con el sol.

Siempre soy feroz con el tenebrismo que emana de la palabra absurda, y me vuelvo despiadada con la lengua que la pronuncia. Perfilando con su desatinado sonido un lienzo de violentas sinfonías en blanco y negro. Un trazo de luces y sombras sublime, que se plasma a través de unos dedos temblorosos, y una forzada iluminación que aún no consigue traspasar el tragaluz del sótano en el que estoy recluida. Nunca entendí la cualidad de ese Barroco triunfante. De ese realismo artístico que me obligaba con su talante a dibujar -repasar- el perfil de tu sexo con la métrica de mi boca.  

Recuerdo días de otra latitud, de un pretérito, a pesar de todo,  imperfecto, en el que tus labios eran el vector temporal que impulsaba mi adrenalina y que me hacía seguir el sonido de tus pasos hasta la intemperie del horizonte, hasta la línea del Universo donde quedaba expuesta, indefensa ante los sentimientos. Ahora ni eso ni nada tiene demasiada importancia, cuando cuento con un tiempo propio.

Bajo las últimas lunas he vuelto a sentir el acero de la espada de Damocles clavándose en mi costado y he ocultado su amarga sensación enmascarándola con melodías de piel, mientras me hundo en una noche negra de ángeles perversos, que me ayudan a componer este réquiem de desconsuelos con palabras que saben a bilis. Así soy yo, voraz e insaciable con el dolor. Masoquista.

Y he activado de inmediato el protocolo, para que esto no dure más de un amanecer. Para que no llegue a mañana. Apostando a ciegas como lo hice por tus manos, después de perder, quizá te invite a morir conmigo, entre los últimos espasmos de placer.




martes, 4 de junio de 2013

Entelequias.


Vidas inventadas.


Cada anochecer sucumbo a la muerte. Agonizo abatida y taciturna ante la inevitable visita de los fantasmas de papel. Y la presiento cerca porque en la hora del ángelus los cuervos vienen para comer de mi cuerpo inerte y los buitres se congregan para arrastrar el despojo de mi carne ya roída, preparados para disputársela como si les perteneciera, antes siquiera de esperar a que se pudra. Desde hace algunos inviernos, demasiados, habito entre los mezquinos recuerdos que no es capaz de llevarse consigo el olvido, a pesar de sus credenciales y garantías de satisfacción, y lo hago en tierras de soledad y escarcha. En tierras de nadie. En medio de una nada inhóspita que me engulle entre sus fauces de miseria sin mostrar piedad.

Mis entrañas hoy han hablado de poesías desgastadas y noches sin luna. Han hablado de ti. He visto desmenuzarse entre ellas versos sifilíticos bajo las sombras anónimas de mi cuerpo mortecino, envuelto en la acción corrosiva de tus manos. Aquellas a las que me hice adicta. Aquellas que me tatuaban caricias sobre la piel hasta hacerme sangrar. Muerta, no me importarán demasiado. Mi corazón es torpe, pero nunca se equivoca ni se prostituye.

Hay algo extraño en tu forma de mirarme. Tan díscola y disociativa de la mía. Tan excepcional y tenebroso como la imagen onírica que presentan los mausoleos destrozados de un cementerio abandonado de Viena, en mitad de una Europa desolada y añeja. Cansada de Habsburgos y de Shakespeares. Marginada del mundo real. Bien pensado, quizá sólo crea morir, y en verdad sea una cínica certeza que renazca entre noches de silencio y ceniza cada vez que prescindes de mis labios. Cuando el cielo se parte en el interior de tus pupilas y el infierno asoma por la dilatación de las mías, buscando desesperadamente un orgasmo en la exhibición fonética de las palabras, y tú, eyacular en el Apocalipsis.

Hacía épocas que no desenterraba el emblema de tu imagen monolítica, la bandera izada de tu inanimado género, supongo que por una de esas negligencias de la memoria. Esta madrugada de tormenta entre las uñas, he arañado el sueño para salvarme, y entre sus jirones he vuelto a respirar la sangre negra que mana franca de mis heridas, inundándolo todo, anegándome. Su olor a metal me corrompe hasta la náusea, y despedaza sin misericordia la imperturbabilidad que me impuse hace tiempo en tu honor. Me desquicia esa falta de afinidad con la melancolía, que me involucra involuntariamente a seguir evocándote con la rabia contenida en los dientes.  

Caigo porfiadamente en sustantivos exasperantes, adjetivos ilógicos y adverbios en tonos amplificados de absurdez, que se adhieren a la lengua como un veneno; intransigente y letal. Y todo esto lo recito con los labios cosidos en la ausencia y los ojos deshilachados por la tristeza, mientras me extingo sobre la cama desecha, sin el auxilio cardiorespiratorio de tu aliento. Sin pretenderlo, el dolor se ha vuelto una sustancia líquida a merced de tu silencio, y salpica con gotas de decadencia el agujero que guardará mis huesos, el que será mi tumba. Mi dulce hogar durante la eternidad infinita que he de pasar sin tus caricias, incrustado a golpes en los restos de un Edén artificial que reinventaste para mí. Despojos de un paraíso opalescente y cruel donde me dejaste sin más.

Y en el hastío indeterminado de la noche, he buscado viejas historias que recordar, recomponiendo sus millones de pedazos bajo una locura inspiradora y un sentimiento retroactivo, para que la agonía me haga desear aún más esta muerte, apenas intuida como un rumor maldiciente, pero que anhelo. Ésta misma que cada anochecer me hace resurgir para buscarte a lo lejos de un horizonte lunar que no alcanzaré nunca a tocar. Abriendo cicatrices a través de un soliloquio estúpido con trazas peligrosas de delirio, que se resiste a abandonarme si no estás. Prisionero de un cielo que ya no existe, mientras empiezan a quemar en el paladar las palabras que nunca dije.  

Y sólo quedan las horas de pasión sobre la piel, el abatimiento en el alma. Inevitable su devenir como la muerte; honesta y ecuánime con el ser humano, y conmigo, porque no existe indulgencia alguna a pesar de que la aprecio. En el desatinado de estas horas colgantes y anémicas, donde el silencio me da la espalda, me repliego en mis entrañas de nuevo, acorazando los sentimientos expuestos al desastre.  Dios es macabro a veces.


Regalo mis letras a quien las quiera.


miércoles, 22 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (XI)- Último capítulo.




Coloreó sus labios con concentrado de cereza, y realzó el tono de sus blancas mejillas con extracto puro de melocotón. Después de rociar su cuerpo con un perfume de esencias frescas de jazmín, canela y jengibre con el que él la había obsequiado, perfiló el verde de sus ojos con antracita, para que su mirada ganara intensidad en contraste con el matiz rubí de su larga melena.

Mientras la beldad esmeralda y perfecta de la confección del vestido se ajustaba de forma soberbia sobre la sensualidad de sus incipientes curvas, ciñendo su efigie con prodigalidad finita, Agnieszka se beneficiaba de la compañía de las imágenes que poblaban su cabeza.
Esas imágenes alfabetizadas, en orden estricto, aleccionadas disciplinadamente para aguijonear su Deseo del modo tan terminante como lo hacían.
Convincentes. Concluyentes. Dogmáticas.

Aún manifestando para sí (con afán de convencimiento) esa decisión, -ya por filia a la queja más que por voluntad-, de no ceder a sus órdenes, Agnieszka se permitió cierto grado de vanidad exhibiendo con generosidad un escote que realzaba su feminidad hasta estados de enajenación transitoria en quien lo mirara, al tiempo que su sexo recapitulaba los asaltos salvajes que aquel hombre le había tributado a su entrepierna.

Aquel maestro de la perversidad y la lujuria, la recordaba -en tono afectado- pasajes infaustos de castigos y expiaciones a penar por haber tenido la osadía de cometer pecados con sabor a dulce melaza sin su consentimiento.
           
            -Mereces ser castigada por tu insolencia.- indicó, mientras esa hechizante mirada de ojos azabache la recorría por entero el cuerpo, deteniéndose deliberadamente en la voluptuosidad que se velaba agazapada entre las insinuantes formas del cuello, de los senos, de las caderas.
            -¿Crees en Dios, Agnieszka?- la preguntó.
            -Sí, Señor.- afirmó ella.
            -Desde hoy, creerás también en el Diablo.

Su Maestro obviaba impreciso que la iba a castigar únicamente por tener la virtud de volverlo loco. De convertir en delirio la sofisticada intensidad de sus emociones.
Por excitarlo de aquella manera tan animal, tan salvaje, tan alejada de la razón como lo hacía ella. Sólo ella.
Ese era su poder.

Agnieszka recordaba con tacto libidinoso sobre su piel como él había hundido febril las manos en la bondad de su carne, explorando sensaciones desconocidas con las yemas de los dedos. Indagando estremecimientos. Descubriendo sacudidas y conmociones que la postraran a sus pies desde ese momento -y de forma vitalicia- como la esclava sexual que era.
Él sabía que ella era como arcilla entre la suficiencia de sus manos.
Receptiva a su manejo. Fuera cual fuera.

Con un par de cintas de exquisita seda la ató las muñecas a la cama, aferrando su reticencia y susurrándole al tiempo con voz soluble promesas de placeres que alcanzaría a través de él. Sus palabras se convertían en una tenacidad que servía invariablemente como acicate de su obstinado deseo.
También en el infierno pasaban cosas buenas.

La primera embestida fue apremiante, invasiva, imponente, violenta, extremadamente íntima.
Una vez hubo cedido esa barrera; desvirgada, la poseería con toda la rabia que ella le provocaba. La castigaría por lo que le hacía sentir sólo con su presencia.
Agnieszka se arqueó bajo la virilidad de su cuerpo. En la temblorosa garganta sonó el suspiro de la carne desgarrada. El dolor huraño del envite la impidió controlar la urgencia de lanzar un grito.
Gritó.
A cada apuesta por entrar en ella, el cuerpo de aquel Diablo se tensionaba como la sirga de un arco. Vibraba. Agnieszka cerró los ojos en un deseo de aliviar el dolor inescrutable que le provocaban los arrebatos de lujuria de aquel Ser.
Era tan recio en sus entradas, tan tenaz en la presión de la carne contra la carne.
Entre los intimidatorios ecos que musitaba la perversión de las laringes, el rítmico frenesí alcanzado por su dantesco amante se interrumpió. De repente.
El silencio cubrió la estancia.

Ingresada en el dolor, el aturdimiento y la confusión, Agnieszka abrió los ojos, con pesadez, -miedo, acaso-. El desconcierto de sus pupilas se encontró directamente con la atención que le dispensaba él. A pocos centímetros, la miraba absorto, respetuoso, considerado, y entonces sintió la ternura de aquel hombre en la delicada presión que ejercía sobre su cuerpo, en el vibrar de sus oscuros ojos, en la gentileza de sus manos.
Parecía levitar sobre ella cual piadoso ángel.
¿Qué iba a pasar ahora? ¿Por qué la miraba así? ¿Qué es lo que iba a hacer con ella?
La mirada de él se estrechó cuando observó el temor en el rostro de Agnieszka. El pálpito de la circulación sanguínea era perceptible en las venas de su cuello. La boca trémula de dudas. Podía sentir las dentelladas del miedo en su estómago. El corazón encogido.
Una irrefrenable ternura lo asaltó, casi de improviso.
Era tan dulce, con esa cándida mirada -de incertidumbre en esos momentos-, y tan desafiante al mismo tiempo cuando la retaba a un duelo de voluntades y entregas. Cuando la incitaba a rebelarse contra él. El brillo de desafío de su mirada avivaba su pasión, su condición, su especial naturaleza.
Adoraba esa explícita dualidad.
Ese sagrado binomio que estimulaba su supremacía.

Se movió un poco, aún dentro de ella. Profundizando. Agnieszka esbozó una mueca de disgusto a esa nueva intromisión. Él se quedó así, quieto, en su interior, para que se acostumbrara a él.
Luchó por contener la furia de sus embestidas, por controlar el curso de sus manos recorriendo la fragilidad de su rostro, de su cuello, de sus senos. Dominó sus mordiscos, sus arañazos, sus caricias… su pasión.
No quería hacerla daño. 
La besó, con una devota religiosidad emanada de la ternura que lo embriagaba.
Y de nuevo surgió el milagro. Ella volvió a humedecerse, sintiendo como una agradable calidez se instalaba entre sus piernas. Él lo percibió, y comenzó a moverse sobre ella, lentamente, con cautela, imitando las ondulaciones seguras de un felino.
De la garganta de Agnieszka, -sacudida por estériles sollozos-, surgió un sonido que sonó peligrosamente cercano a la Entrega. Preludio de lo que quería ofrecerle. Epílogo de lo que él deseaba obtener.
Él sofocó su grito con la tibieza de un beso, seguido de otro.
Sentía su cuerpo fundirse con la piel de él en una mezcolanza de capas cutáneas sensibilizadas y doloridas, el calor de su aliento abrasarle los pulmones, la carne plegarse como dócil masa entre sus manos.

Sustraída en su gozo, -inmersa en aquella mágica armonía-, el Deseo amenazaba con estrangularla. Todo se difuminó a su alrededor, salvo el anhelo apremiante de darle placer a él.
Sería siempre suya. Sólo tenía que pedírselo.

Progresivamente fue aumentando el ritmo, amoldándose a ella, ensamblándose a su dolor. El frenético tintineo de cuerpos combaba las figuras de ambos bajo las débiles sombras que les entregaba la noche para encubrir sus perversiones. Los gemidos se intensificaron. Con cada envite se deshacían los nudos de las contradictorias emociones de Agnieszka.   
Todo parecía estar suspendido en el tiempo. Él. Ella. La noche.
El placer inundó sus gargantas hasta anegarlas a cantos desenfrenados.
Agnieszka se tensó en torno a él, con las incipientes convulsiones que comenzaban a desencadenarse en su cuerpo.
Lo miró. Solícita. Buscando su beneplácito.
Ésta vez.
Él le otorgó su permiso acrecentando sus ingresos en ella mientras la acariciaba el Alma con la mirada. Ella lo acogía servicial y extenuada, hasta que finalmente se dejó ir. Llevar. Hasta que finalmente él la elevó hasta el Séptimo Cielo. A su Gloria.

Abatida por la furia con la que se había declarado el placer en su cuerpo, él le desató las manos y la incorporó sobre la desvencijada cama.
Su órgano seguía en plena ebullición aún, reaccionando a ella.
Buscó su boca y se lo metió. Agnieszka lo retuvo entre sus labios, bajo su paladar, saboreando su frenético pálpito con la lengua. Él la cogió por la nuca y se introdujo más hondo en su boca, dando comienzo a una danza de precisión compuesta por calculados movimientos.
Inexplicable delirio de adictiva lascivia al que era imposible sustraerse por más tiempo.
Pasado un rato de cimbrado oscilante, la agarró por el pelo y la apartó de un tirón, para desparramarse libremente sobre sus virginales senos…



… La campanilla del pequeño reloj de pared sonó. Era la hora.
Estaba lista. Se miró en el espejo; crecida. (Él la hacía crecerse).
Aquel vestido era sin duda el reclamo de una ramera. Perfecto, -incluso a esas intempestivas horas de la mañana-, para solicitar las atenciones que su cuerpo comenzaba a requerir de él.

Descendió la veintena de escalones que mediaban entre su sagrado claustro y el salón, portando orgullosa el regalo y las marcas que le había dispensado el Señor. Su Señor. Él la esperaba sentado a la mesa.
Sombrío. Expectante. Curioso.
Cuando hizo entrada en la estancia, se levantó y caballeroso, la ayudó a sentarse.
            -Estás preciosa, pequeña.- le susurró cómplice al oído.
            -Gracias, Mi Señor.
Acomodados en sus respectivos asientos, ambos se miraron fijamente a los ojos. Se buscaron.
            -Sé quién es.- dijo rotunda, Agnieszka, manteniéndole la mirada.
            -¿A sí?- sonrió él.- ¿Y quién soy?
            -Belcebú, Leviatán, Satanás…, el Diablo.- respondió mientras un escalofrío recorría su espalda.
            -¿Crees que soy el Demonio?
            -La enigmática opacidad de sus ojos.- comenzó a enumerar Agnieszka.- sus rasgos perfectos y afilados, su embriagador aliento, la palidez casi transparente de su piel, el frío que desprende su carne. Ese exceso de lujuria, esa incontinencia de deseo… ¿Quién más puede ser tan perverso sino es el Diablo?
Él se acercó unos centímetros a su rostro. Intimidatorio. Reservado.
            -¿Qué te parece… su más inmediato enemigo?
El aliento gélido que desprendieron aquellas palabras se precipitó por el candente tono grana de las mejillas de Agnieszka. Se apartó un poco para poder mirarlo de nuevo. Sus ojos azabaches brillaban por primera vez. La estupefacción tomó el lugar de la sorpresa.
            -Dios.- musitó.
Él sonrió.
            -Entonces, eres…

Lejos, muy lejos de ser la Concubina del Diablo, como ella creía ser, Agnieszka se había convertido en la Concubina de Dios.

Porque la línea entre el bien y el mal es tan fina y dulce -a veces-, porque la tentación es tan hermosa -en ocasiones-, que hasta un día hizo sucumbir la carne y el lado más perverso de Dios.


FIN

sábado, 18 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (X)- Penúltimo Capítulo.





Con el pulso de sus palabras aligerando la sangre de Agnieszka, inmóvil como una estatua de ónice en medio de la estancia, y sin poder permitirse el alivio de las lágrimas, él -con acerada vista- la cogió por la cintura y la atrajo hasta sí de un tirón, advertido por el contexto de la situación. Su proximidad -impuesta por él-, osada y débil al unísono en ella, daba urgencia a las ganas por poseerla de nuevo.
Por gozarla otra vez.
Asilvestrada pero elegante como era. Lo trastornaba.
Se sentía omnipotente, -un Ser Superior-, cuando la tenía bajo la escrupulosidad de su control. Cuando únicamente él valuaba cada uno de sus movimientos. Cuando la despojaba de ese orgullo que sufría. De su pose ingenua.
Soberano de su cuerpo. Esclavo de su alma.
Observó, bajo un enfoque de perspectiva singular y contemplativa, como le cautivaba la fina -pero marcada- curva de sus labios, rojos como el arrebol del vino perlado, rojos como su llameante cabello, rojos como la  pasión que desprendían los finos poros de su piel.
Rojos como su ira, en esos momentos.

Con suavidad lamió la ternura de sus párpados, primero uno, después otro, obligándola a cerrar los ojos, y a que el verde ambarino que poseía su iris derramara las lágrimas enrabietadas que habían sido expresamente elaboradas por los dos bofetones disciplinantes que la había proferido, y por aquella posterior declaración de intenciones.
Ramera, la había llamado. Lo era. La Suya.
El agua y el salitre se mezclaron con el sonrojo de las mejillas. Como delicados diamantes tallados en sal se deslizaron por su rostro mientras que él, con la punta de la lengua, exploraba la concavidad de sus mejillas, los vericuetos de las venas exaltadas en las sienes, la zona lagrimal de los ojos.
            -Baja la mirada.- le pidió en tono apacible.
Ella accedió.

Él se aproximó buscando la boca de Agnieszka. Hizo viajar a su lengua por su suave longitud, asegurándose de sensibilizar la zona, probándola, saboreándola, reclinando sobre su forma sabores sazonados en un deseo a falta de mesura.
Lanzándola al límite de la razón, si es que existía, -o había existido alguna vez-, en aquellos aposentos.
Cordura de locos o locura de cuerdos.
¿Qué más daba?

Cuando Agnieszka entreabrió ligeramente la boca para albergar la lengua sinvergüenza de aquel hombre, él la escuchó gemir. El sonido maquinal que dejó escapar por sus palpitantes labios se alternaba inconstante entre una debilidad y una profundidad fronteriza a la satisfacción, casi inaudible bajo el duro tronar de los latidos de su corazón.
Ella refrenó el miedo, y comenzó a corresponder a aquel beso deslenguado. Difamatorio en su esencia.
Partidario infamante de un atrevimiento que sólo él era capaz de estimular en ella.
De entre todos los Diablos que poblaban el mundo, había escogido al único que podía hacer milagros.
Travieso, tomó un tanto de distancia, apenas unos cuantos centímetros de su rostro, obligándola así a buscar sus labios y el dulce sabor a aguamiel que destilaban. Se echó ligeramente hacia atrás, de modo que Agnieszka tuvo que esforzase para llegar a él, para alzarse hasta merecer el sabor incrustado en las comisuras de su boca. Se puso de puntillas, apoyando todo el peso de su cuerpo tan sólo en la fragilidad de los desnudos dedos de los pies.
Cuando sus rodillas comenzaron a temblar por el esfuerzo, él, con el manto de la larga melena enroscado en su mano, la forzó a echar la cabeza hacia atrás en el intento de capturar la reserva de su mirada. Como en un libro abierto por páginas en blanco, aquel hombre podía leer el deseo que se zafaba de sus ojos, e inclinando su rostro, cubrió el inocente contorno de los labios de ella.
Macerando su apetito.
Explorándole cada recoveco de la boca con la lengua.
Arrancándole secretos enmudecidos por el decoro cada vez que abarcaba su voluptuosidad.

Agnieszka bebía cada uno de sus movimientos, y él abría en cada envite su boca para acoger la de ella, mientras las procaces lenguas, con su húmeda danza de acordes extasiados, detenían el tiempo en un instante de precisa y mágica unión.
Con asombrosa afinidad.
Tenaces en su misión.

A través de su boca ella se ofrecía de nuevo a él con la esperanza de recuperar su dignidad.
Sin pensar que nunca la había perdido. No con él. A pesar de ser Su Puta.

Como sucediera esa misma noche, entre la confusión que confeccionaban meticulosamente las luces y sombras de la estancia, sus cuerpos se entrelazaron en una comunión bendecida por el Deseo y la Pasión.
Por la Dominación y la Entrega.
El contacto que la prestaba aquel hombre era al mismo tiempo una intromisión y un bálsamo.
Una adicción y su inmediato paliativo.
Él la había escogido a ella, de entre todas. 
Agnieszka quería aceptar su velada admiración, pero a la vez sustraerse a su insolencia. Una insolencia que  la adentraba cada instante más lejos de lo que ella misma había osado pensar nunca. Ya no era una niña, ni tampoco una doncella. Unas horas antes, dentro de aquella misma noche, se había transformado en la Concubina del Diablo. Del mismísimo Belcebú.
Sabía quién era él.
Paradójico que los demonios del Diablo se apaciguaran únicamente recurriendo a los ángeles de su cuerpo.

Con la fuerza de los dientes en sus labios, la armonía acuosa de las bocas parecía escribir versos de un Shakespeare con delirios erotomaníacos. Rimas parejas de poetas ebrios de lujuria, mecanografiadas en un lenguaje de gran intensidad poética; el baile inspirador de las lenguas. Rapsodas licenciosos sólo preocupados por la búsqueda entre sus letras del amor carnal y la saciedad de ese apetito venéreo que les quemaba las venas.
Libídine en estado constante de exaltación.
           
            -Ahora, vístete para mí.- le susurró al oído.

Las palabras, envueltas en aquella voz que le producía escalofríos, empapaba el tuétano de sus huesos incitándola a iniciar un acto de oración que encendía preciadas e inéditas sensaciones en su cuerpo.

Y se vistió para él.

Continuara...



lunes, 13 de mayo de 2013

La Concubina del Diablo (IX)



Después de cubrirse la expiada desnudez con el batín de seda azul turquesa que descansaba sobre el respaldo de la silla, la puerta se abrió al permiso que concedió Agnieszka y tras las cuatro vueltas de rigor que aquel hombre siempre le imponía a la cerradura y a su libertad.
Estaba tranquila, segura de que si habían reclamado el debido consentimiento para entrar, no era él el que se encontraba al otro lado de la puerta solicitando siniestra audiencia.

Una mujer de avanzada edad hizo inmediato acto de presencia en la habitación.
Lo que se presumía como una larga melena plateada se recogía en un pequeño moño situado en la nuca. De pequeños ojos castaños, vestía los atavíos típicos de una criada que ha dejado la mitad de su vida sirviendo al mismo Amo. Agnieszka conjeturó que se hallaba ante el ama de llaves del que ya era su nuevo hogar.

            -Buenos días, señorita.- saludó la anciana.- El Señor quiere que baje a almorzar con él. Me ha pedido que le exprese su deseo de verla puesto el vestido que la trajo anoche.
            -Puede decirle al Señor que no bajaré a almorzar con él.- respondió Agnieszka con soberbia.- No tengo apetito. Es imposible tenerlo en estas circunstancias. Y también puede decirle que no me pondré el vestido que me regaló. Puede llevárselo si así gusta y regalárselo a otra.
La mujer esculpió en sus labios una media sonrisa que sofocó con una expresión de complicidad que Agnieszka no entendía.
            -El Señor me advirtió de cuál sería su respuesta. En base al acierto, le aconseja que no desobedezca su voluntad. Ha señalado a modo de curiosidad que no es una orden sino un deseo expreso, y que si no baja Usted por las buenas, bajará con él por las malas. En cuanto al vestido… póngaselo. Si lo enfada, será él mismo quien se lo ponga, y afirma no ser muy diestro con los cordones que se encargan de ceñir el corsé al torso. Suele apretarlos demasiado.
            -¡Su Señor es digno de ser detestable!- exclamó irritada, Agnieszka.
            -La vendrá a buscar dentro de una hora. No lo haga esperar. Le gusta la puntualidad.

La puerta se cerró tras la salida del ama de llaves. Agnieszka se giró, topándose de nuevo con la imagen que el espejo reflejaba de su cuerpo.
Olvidando en qué momento había dejado de recordar y estaba comenzando a revivir, se deshizo del batín de seda, deslizándolo hasta el suelo, y continuó su particular periplo por las señales abandonadas en su cuerpo. Los recuerdos volvieron a aflorar provocando una tempestad de viento y arena en su interior.  

Sintió de nuevo los escalofríos que recorrían su médula cuando los movimientos retorcidos y perversos de la lengua de aquel hombre y el de las antojadizas curvas de sus caderas, contorneaban en su sexo trayectos concurridos de un gozo con vistas al infierno, o al cielo. No lo diferenciaba bien. Se estremeció cuando la lengua se alojó en su interior probándola, procurándola el encanto de delicias situadas fuera de su precario alcance de no haber sido por él y su inhumana lujuria. Enseñándola a paladear la multitud de aromas que habitan en los fragantes matices del placer.
El vaivén de la respiración se volvió frenético, como un energúmeno colérico con ansias de destrozarla los pulmones si fuera necesario para emerger del interior a como diera lugar.
Un monstruo de Ness dispuesto a resurgir de su lago para darse a conocer.

Férvidos gemidos prorrumpían de sus labios con el solícito cometido de uniformar esa excitación que devoraba sus entrañas. Un cuerpo extasiante y extasiado entregado a la impulsividad de un deseo que la obligaba a no querer perderse ninguna de las travesuras que Belcebú tenía preparadas para ella. Su particular Ángel de las Tinieblas la hacía retorcerse sobre sí misma rebuscando como una mendicante -enajenada- los acomodaticios movimientos circulares de aquella lengua demontre que la llevara a una culminación anticipada por el deseo.
Era tan cruel y a la vez tan generoso.
Tan salvaje y al mismo tiempo tan paciente.
Agnieszka denotó como su cuerpo se descubría hospitalario a los forasteros gestos de su carcelero. Daba cobijo entre las innumerables capas de su piel al caudal que brotaba de sus ansias, a su voraz apetito, a su condición dominante, a su naturaleza sádica, y él se había instalado en ella a través de sus dedos, de sus manos, de su lengua. No era difícil prever -aún inocente como era- qué sería lo próximo a lo que Agnieszka daría refugio entre sus cándidos muslos.

Pero antes, él estaba abrazando su sexo con la carnosidad de su boca.
Lo mordisqueó, lo succionó, lo besó una y otra y otra vez.
Incansable.
Nutriendo su creciente pasión con las impetuosas lengüetadas que la proporcionaba. Con la enormidad de sus manos la aferró con fuerza por la cintura para fijar su tembloroso cuerpo a su boca, cuando Agnieszka se convulsionaba entre los haces deformados que hilvanaba en su torso la culminación del placer.

Apenas y podía sostenerse.
Con la arrulladora voz de un trovador él se acercó a su oído.
            - No te he dado permiso para que te corras, mi pequeña doncella.- la dijo, echándole el aliento en el cuello.
Ella le tendió una mirada de confusión. Temerosa de su falta de concesión.
Vio entonces la lujuria y la perversidad presentes en sus ojos. Jugueteando, él llevó la yema de su dedo pulgar hasta la yugular y lo descansó durante unos segundos allí; deseaba contabilizar el pulso de su miedo.
            -Pero Mi Señor… - logró decir en un hilo de voz escasamente audible.
Él la tapó la boca para contener sus débiles protestas. El gesto envolvió la habitación en un silencio prudente que Agnieszka intentó interrumpir para defenderse.
La había tendido una trampa.
Las anémicas mejillas de aquel hombre se encendieron, y sus ojos adquirieron un brillo cáustico y burlón al ver el cariz que devengarían sus reproches. Le gustaba el aroma de desaprobación que parecía emanar de la proximidad del cuerpo de Agnieszka. Su obstinación le resultaba francamente seductora.
A ella, el martilleo del corazón la horadaba los oídos…


… La puerta de la habitación se abrió de repente. Agnieszka miró ofuscada a través del espejo la inconfundible silueta del intruso. El ruido hueco de sus botas al golpear el suelo lo precedían. Como buenamente pudo recogió el batín del suelo, y se lo echó por encima.
Su particular Diablo traía cara de pocos amigos.
            -¿Qué haces aún sin estar vestida?
Un escalofrío recorrió cada vértebra de su columna. Desestabilizándola. El tono que había utilizado en su pregunta la espeluznaba. Era ese tono -circunspecto y sobrio- reservado a las ocasiones en que parecía estar consintiéndola.
Nada más lejos de la realidad.
            -No tengo apetito.- se defendió.- No deseo bajar a almorzar.
Él se acercó sigilosamente hacía ella.
            - No deseas… - expresó  sardónico.- ¿Y desde cuándo tus deseos están por encima de los míos, Agnieszka?
Con el único preámbulo de una irritación contenida en la voz, la dio dos bofetadas.
Agnieszka sujetó el aliento refrenándolo en la garganta. Estoicamente mantuvo la cabeza alta, erguida hacia él, aunque a sus ojos asomaron conjuntamente las lágrimas y una expresión de desafío.
            -Me voy a encargar personalmente de bajarte esos humos, señorita, y ahora, engalánate para Tu Señor como la ramera que eres.


Continuará...